El Nuevo Herald
Jorge Ferrer
2 April 2012
Benedicto XVI dejó La Habana bajo la lluvia del pasado miércoles después de reunirse con un espectral Fidel Castro. El dictador ya muy disminuido le hizo muchas preguntas. Entre otras, le habría preguntado que a qué se dedica un Papa. Y aunque el heredero de Pedro no le replicó preguntándole que a qué se dedica un autócrata en retiro parece ser que ese Castro vestido como para salir a correr le confió que se dedica al estudio de las vías por las que este mundo camina hacia su fin.
Habrá sido un delicioso diálogo de inspiración milenarista entre dos ancianos antes separados por la excomunión de uno y el enfrentamiento del segundo a la Teología de la Liberación. Joseph Ratzinger ocupa silla a la espera del fin de este mundo y Fidel Castro lleva un par de años asegurándonos que el mundo se acaba con él, porque catástrofes sin nombre se ciernen sobre nosotros, pecadores sociales que somos.
A algunos cubanos de los doce millones en la Isla o el Exilio que seguían la visita papal les interesan, cómo no, el calentamiento global, la magnitud de los arsenales nucleares o el relativismo moral que denuncia el heredero de Pedro. Pero más, mucho más, les gustaría que Cuba recuperara la normalidad secuestrada por una dictadura que lleva más de medio siglo emponzoñando a cubanos contra cubanos. El espectáculo de ver a Raúl y a Fidel Castro reuniéndose con Benedicto XVI –acompañado de su mujer y dos de sus hijos el segundo; siempre seguido por su nieto el primero, aunque no exista evidencia gráfica del encuentro con la “familia” de Raúl Castro que anunció el Vaticano– los enfrentó a una exposición de la familia Castro como no habían visto antes jamás. Muchos Castro, demasiados. Tres generaciones de Castro.
El patrimonio que una misma familia ha ejercido sobre el país por medio siglo se mostró durante esta visita con una obscenidad que ninguna disculpa vaticana permite excusar. Ningún jefe de Estado, y Joseph Ratzinger lo es, concedió antes tal atención pública a la familia que gobierna Cuba y ha separado a tantas otras por medio de la prisión, el exilio o el encono.
Claro que el pollo del arroz con pollo de esta visita está en otro lado. Sus muslos, pechuga y hasta alita, la derecha. La Iglesia ha ido ganando a lo largo de esta última década de tardocastrismo una presencia en el precario espacio público cubano y una interlocución extraordinarias con el gobierno. Constituida ya de facto en la única institución cuyos discursos sociales y políticos son tolerados, ahora avanza con ínfulas en busca de una presencia mayor. No pide la devolución de una Villa Marista desde la que se sabe también vigilada, pero ansía catequizar en los colegios e intervenir así en esa joya desvaída del castrismo que es su sistema educativo. Invertir euros en un decrépito “logro revolucionario” a cambio de ganarle espacio a las iglesias evangélicas que suman fieles a montones en los barrios más desfavorecidos y el campo cubano.
La apuesta de la Iglesia es legítima. Y muchos cubanos la consideran también deseable. Pero igualmente legítimo y mucho más deseable es que la pluralidad social y política que encarnan los grupos opositores, entidades paraestatales o iniciativas independientes en la Isla o el exilio accedan también y con reconocimiento equiparable a la palestra pública cubana.
Esta visita papal, con sus alusiones al mañana que ya se anuncia, sus llamados a la reconciliación y al ejercicio de la libertad falló dos veces a declaraciones tan estimulantes. Lo hizo al silenciar a la oposición, primero. Pero lo hizo, y con una gravedad simbólica espeluznante, al rodear a Benedicto XVI de tres generaciones de la familia Castro, la que todos queremos imaginar es el exacto reverso del mañana invocado.
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