Mientras abría la reja el carcelero dijo: “Recoja sus cosas y venga conmigo”.
“No tengo nada que recoger”, dije.
Llevaba poco más de tres días allí. De mis captores solo aceptaba agua por elemental instinto de conservación. Tenía la garanta infectada y una llaga purulenta me latía en la planta del pie derecho. El pie de atleta, o vaya usted a saber qué tribu de hongos, me devoraba la piel sobre el calcáneo. Casi una hora antes de detenerme me habían recomendado consultar a un dermatólogo.
Llevaba una bolsa plástica con los medicamentos cuando me introdujeron en un patrullero de la policía nacional. Pero en el acta de los objetos ocupados solo aparecen un teléfono móvil, una agenda y una pluma. Mis herramientas.
Puntalmente una doctora y una enfermera llegan a mi celda cada día. En un sobre amarillo traen medicamentos como los ocupados. Me muestran que son auténticos, que permanecen sellados y que no están vencidos. “Mire, compruébelo usted mismo”, dice la doctora.
Pero siempre repito lo mismo a ellas que cumplen con su trabajo hasta las cuatro de la tarde, y a los carceleros, que hasta las 10 de la noche vienen a mi celda con sus pastillas, gárgaras y pócimas: “No tengo por qué aceptar sus servicios. Ustedes sirven a mis secuestradores”.
En una de las dos mujeres descubrí humedad en los ojos, en la otra no. Escénicamente, es tan fría como una máquina de calcular. Me dicen que los jefes han autorizado que puedo usar mis espejuelos.
“No debo aceptar comida ni medicamentes por motivos de consciencia” escribí a mi mujer, pero la nota nunca llegó a sus manos. En abril cumplimos 27 años de casados.
Me sacan de la ceda para llevarme a un cuarto de interrogatorio Ella estaba ahí. “¿Por qué viniste? Siempre te pedí que no vinieras a un lugar como este”.
“Yo soy tu mujer”, me respondió.
Trae pollo y arroz y pan y leche. Trae jabón y cepillo y dentífrico. Y con qué afeitarme y toallas y con qué estar limpio. A fin de cuentas, todo está tan sucio…menos mi conciencia.
“Llévate todo eso”, le digo. Se va. Solo me quedo con un beso.
Pedí un libro al carcelero. Se encogió de hombros y hace un gesto. Parece que es un objeto raro aquí. Al poco rato el carcelero regresa. “¿Y usted se va a leer esto?”, me pregunta.
Ha traído un libro nuevo. El primer lector no pasó de la segunda página. Hasta ahí llegan sus huellas. El instructor me manda “El peor viaje del mundo”, 905 páginas escritas por Apsley Cherry-Garrard sobre la expedición de Robert Falcon Scott al Polo Sur.
“¡Estupendo!”, digo para mis adentros, pero pregunto “¿Tendré que leérmelo completo aquí?” El carcelero me mira y sonríe: “Pienso que no tendrá que leerlo todo aquí”.
Los carceleros son tres. Todos de origen campesino. Uno me cuenta que está perdidamente enamorado de su novia-mujer y quisiera escribirle una carta, pero no sabe cómo hacerlo.
“¿Qué grado escolar tienes?”.
“Doce”, me responde.
“No busques palabras. Cuéntale lo que sientes por ella. Sé sincero y verás qué bien te va”.
El carcelero se marcha. Tiene 22 años, muy pocos para un lugar como este. No ha leído las normas de su trabajo. Le pido: “Diga a sus jefes que le den a leer el reglamento para el control de detenidos hasta que lo aprenda”.
¡Qué detenido tan magnífico soy! …Secuestrado y enseñando a su carcelero, pienso. Pero es que lo necesita. Su cara es un libro abierto, tanto como la del mayor y la del teniente coronel de la policía política que ejecutaron mi secuestro. Solo que la del joven carcelero es un libro de cuentos para niños, mientras los otros son dos tomos de una historia de terror.
Quedo en mi celda con Cherry-Garrard. ¡Qué interesante! A propósito de cómo, para salvarse de males hepáticos, tuvo que comer la carne del perro de su segundo de a bordo, Scott escribe: “A tal punto es cierto que la necesidad no está regida por ley alguna”.
Suspendo la lectura preguntándome: “¿Acaso no me encuentro en estado de necesidad?”. No puedo menos que sonreír al responderme: “Pues si Scott salvó la vida comiendo carne de perro, tú tendrás que hacerlo manteniendo el estómago vacío”.
Al caer la tarde el instructor penal viene a mi celda. Es un mayor de investigaciones criminales y operaciones a quien la policía política ha encargado el trabajo sucio de… “legalizar” mi secuestro mediante un supuesto delito de alteración del orden público, con el deliberado propósito de impedir que salga al ciberespacio lo que no publicará la prensa extranjera acreditada -y ni remotamente los medios oficiales- sobre el peregrinar del Papa Benedicto XVI por Santiago de Cuba.
Ya lo habían hecho antes, ¿por qué pensar que no lo harían ahora?
Pidiéndonos el imprescindible anonimato, alguien ya nos había advertido: “Mire, prefieren que se forme un alboroto por su detención al alboroto que se va a formar cuando usted empiece a escarbar en una aconteciendo como este. Si considera la realización de un sueño estar en un lugar adecuado para observar lo que debe escribir y escuchar lo que debe contar, eso para algunos personajes es una verdadera pesadilla. Le aseguro que mientras el Papa esté en Cuba, ellos quieren dormir tranquilos sin importarles dónde usted duerme.”
La suerte estaba echada: o no decretaban coto vedado y podía ir a la caza de las noticias o al ellos darme caza me transformaban en actualidad, mostrándose tal cual son.
Tanto hay que ocultar y tal es el temor a la realidad.
Alberto Méndez Castelló se proponía cubrir la visita de Benedicto XVI a Santiago de Cuba. Parafraseando a Ernest Hemingway, dijo que quería “ir a dónde hay que ir, ver lo que hay que ver y hacer lo que hay que hacer”. Pero el pasado 22 de marzo agentes dela Seguridad cubana lo detuvieron por más de tres días, tiempo suficiente para impedirle que llegara a Santiago de Cuba a reportar la visita papal.
Méndez Castelló permanece ahora en su casa bajo la vigilancia de las autoridades que, como firmes centinelas de la censura, limitan los movimientos del periodista. “Aprovecho entonces este cerco para dedicarme a escribir una larga crónica de lo que pasé en esas 75 horas y 15 minutos. Tal vez vaya más atrás, tal vez escriba un libro”, dijo. Cubanet se complace hoy en publicar el primero de una serie de artículos sobre las vivencias de Méndez Castelló tras las rejas y los acontecimientos que provocaron su arresto, otro ejemplo de la persecución que sufren aquellos que no se ajustan a la línea editorial que dicta el Gobierno cubano.
“No tengo nada que recoger”, dije.
Llevaba poco más de tres días allí. De mis captores solo aceptaba agua por elemental instinto de conservación. Tenía la garanta infectada y una llaga purulenta me latía en la planta del pie derecho. El pie de atleta, o vaya usted a saber qué tribu de hongos, me devoraba la piel sobre el calcáneo. Casi una hora antes de detenerme me habían recomendado consultar a un dermatólogo.
Llevaba una bolsa plástica con los medicamentos cuando me introdujeron en un patrullero de la policía nacional. Pero en el acta de los objetos ocupados solo aparecen un teléfono móvil, una agenda y una pluma. Mis herramientas.
Puntalmente una doctora y una enfermera llegan a mi celda cada día. En un sobre amarillo traen medicamentos como los ocupados. Me muestran que son auténticos, que permanecen sellados y que no están vencidos. “Mire, compruébelo usted mismo”, dice la doctora.
Pero siempre repito lo mismo a ellas que cumplen con su trabajo hasta las cuatro de la tarde, y a los carceleros, que hasta las 10 de la noche vienen a mi celda con sus pastillas, gárgaras y pócimas: “No tengo por qué aceptar sus servicios. Ustedes sirven a mis secuestradores”.
En una de las dos mujeres descubrí humedad en los ojos, en la otra no. Escénicamente, es tan fría como una máquina de calcular. Me dicen que los jefes han autorizado que puedo usar mis espejuelos.
“No debo aceptar comida ni medicamentes por motivos de consciencia” escribí a mi mujer, pero la nota nunca llegó a sus manos. En abril cumplimos 27 años de casados.
Me sacan de la ceda para llevarme a un cuarto de interrogatorio Ella estaba ahí. “¿Por qué viniste? Siempre te pedí que no vinieras a un lugar como este”.
“Yo soy tu mujer”, me respondió.
Trae pollo y arroz y pan y leche. Trae jabón y cepillo y dentífrico. Y con qué afeitarme y toallas y con qué estar limpio. A fin de cuentas, todo está tan sucio…menos mi conciencia.
“Llévate todo eso”, le digo. Se va. Solo me quedo con un beso.
Pedí un libro al carcelero. Se encogió de hombros y hace un gesto. Parece que es un objeto raro aquí. Al poco rato el carcelero regresa. “¿Y usted se va a leer esto?”, me pregunta.
Ha traído un libro nuevo. El primer lector no pasó de la segunda página. Hasta ahí llegan sus huellas. El instructor me manda “El peor viaje del mundo”, 905 páginas escritas por Apsley Cherry-Garrard sobre la expedición de Robert Falcon Scott al Polo Sur.
“¡Estupendo!”, digo para mis adentros, pero pregunto “¿Tendré que leérmelo completo aquí?” El carcelero me mira y sonríe: “Pienso que no tendrá que leerlo todo aquí”.
Los carceleros son tres. Todos de origen campesino. Uno me cuenta que está perdidamente enamorado de su novia-mujer y quisiera escribirle una carta, pero no sabe cómo hacerlo.
“¿Qué grado escolar tienes?”.
“Doce”, me responde.
“No busques palabras. Cuéntale lo que sientes por ella. Sé sincero y verás qué bien te va”.
El carcelero se marcha. Tiene 22 años, muy pocos para un lugar como este. No ha leído las normas de su trabajo. Le pido: “Diga a sus jefes que le den a leer el reglamento para el control de detenidos hasta que lo aprenda”.
¡Qué detenido tan magnífico soy! …Secuestrado y enseñando a su carcelero, pienso. Pero es que lo necesita. Su cara es un libro abierto, tanto como la del mayor y la del teniente coronel de la policía política que ejecutaron mi secuestro. Solo que la del joven carcelero es un libro de cuentos para niños, mientras los otros son dos tomos de una historia de terror.
Quedo en mi celda con Cherry-Garrard. ¡Qué interesante! A propósito de cómo, para salvarse de males hepáticos, tuvo que comer la carne del perro de su segundo de a bordo, Scott escribe: “A tal punto es cierto que la necesidad no está regida por ley alguna”.
Suspendo la lectura preguntándome: “¿Acaso no me encuentro en estado de necesidad?”. No puedo menos que sonreír al responderme: “Pues si Scott salvó la vida comiendo carne de perro, tú tendrás que hacerlo manteniendo el estómago vacío”.
Al caer la tarde el instructor penal viene a mi celda. Es un mayor de investigaciones criminales y operaciones a quien la policía política ha encargado el trabajo sucio de… “legalizar” mi secuestro mediante un supuesto delito de alteración del orden público, con el deliberado propósito de impedir que salga al ciberespacio lo que no publicará la prensa extranjera acreditada -y ni remotamente los medios oficiales- sobre el peregrinar del Papa Benedicto XVI por Santiago de Cuba.
Ya lo habían hecho antes, ¿por qué pensar que no lo harían ahora?
Pidiéndonos el imprescindible anonimato, alguien ya nos había advertido: “Mire, prefieren que se forme un alboroto por su detención al alboroto que se va a formar cuando usted empiece a escarbar en una aconteciendo como este. Si considera la realización de un sueño estar en un lugar adecuado para observar lo que debe escribir y escuchar lo que debe contar, eso para algunos personajes es una verdadera pesadilla. Le aseguro que mientras el Papa esté en Cuba, ellos quieren dormir tranquilos sin importarles dónde usted duerme.”
La suerte estaba echada: o no decretaban coto vedado y podía ir a la caza de las noticias o al ellos darme caza me transformaban en actualidad, mostrándose tal cual son.
Tanto hay que ocultar y tal es el temor a la realidad.
Alberto Méndez Castelló se proponía cubrir la visita de Benedicto XVI a Santiago de Cuba. Parafraseando a Ernest Hemingway, dijo que quería “ir a dónde hay que ir, ver lo que hay que ver y hacer lo que hay que hacer”. Pero el pasado 22 de marzo agentes de
Méndez Castelló permanece ahora en su casa bajo la vigilancia de las autoridades que, como firmes centinelas de la censura, limitan los movimientos del periodista. “Aprovecho entonces este cerco para dedicarme a escribir una larga crónica de lo que pasé en esas 75 horas y 15 minutos. Tal vez vaya más atrás, tal vez escriba un libro”, dijo. Cubanet se complace hoy en publicar el primero de una serie de artículos sobre las vivencias de Méndez Castelló tras las rejas y los acontecimientos que provocaron su arresto, otro ejemplo de la persecución que sufren aquellos que no se ajustan a la línea editorial que dicta el Gobierno cubano.
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