Alejandro Armengol
2 April 2012
El Nuevo Herald
Un joven sale de su casa, a comprar cigarrillos a la esquina, y un auto policial se le acerca, lo detienen y por 24 horas permanece en el calabozo, sin causa alguna en su contra, solo para dar tiempo de que termine la visita papal. Transcurrido ese tiempo lo ponen en libertad. Sacan a un hombre de la plaza donde Benedicto XVI está a punto de comenzar una misa en Santiago de Cuba, por gritar “Abajo el comunismo”, y mientras es llevado fuera del lugar varias supuestos feligreses lo golpean con impunidad. Alguien que viste una guayabera blanca le da un golpe en la cabeza y sigue allí de pie, impune, como si simplemente lo hubiera saludado. Un miembro de la Cruz Roja no sólo le da en la cara, sino que también lo agrede con la camilla, un objeto cuyo destino es trasladar heridos o enfermos, no servir como arma agresora. Del totalitarismo de Fidel Castro al autoritarismo de Raúl, la represión en Cuba está tornándose caótica y amenaza con volverse incontrolada.
No es que la agresión impune no se ejerciera en la isla con anterioridad, pero por lo general se recurría a ella en momentos de crisis, como durante el éxodo del Mariel. Ahora la crisis se ha vuelto permanente y ese sector soez de la población, donde el lumpen proletario ha recibido carnet de represor, y al resentido y envidioso le han dado carta libre para desahogar su frustración, ha sido seleccionado para llevar a cabo el trabajo sucio, ese donde la represión es más burda –el golpe, el insulto y la humillación– y visible.
Asistimos a una táctica con al menos dos objetivos claros: amedrentar y limpiarse las manos. Raúl Castro quiere mantener a las fuerzas armadas fuera del ejercicio cotidiano de amedrentar a la población, al tiempo que convierte al terror en una práctica cotidiana, pero sin una institucionalización aparente. Así el aparato coercitivo del gobierno se presenta como una institución protectora que garantiza el orden y no como una maquinaria destinada a crear miedo y hasta pánico. Por ejemplo, la policía y las fuerzas de seguridad están para proteger a las Damas de Blanco de la ira del pueblo. Los opositores no son sancionados con largas condenas –a no ser que traspasen ciertas barreras, tras varias advertencias– sino amenazados constantemente, detenidos unos pocos días, “desaparecidos” por unas cuantas horas.
Uno de los problemas con este tipo de tácticas –más allá, por supuesto, de la condena elemental– es que llega el momento en que se torna difícil de controlar.
Esa mujer que insulta y araña, ese hombre que sale con una cabilla en un cartucho, aquellos que forman parte de las turbas que agreden a varios ciudadanos indefensos que realizan una protesta pacífica, constituyen un grupo heterogéneo, al que aparentemente se controla fácilmente por medio de esos mismos mecanismos de terror, con pequeñas prebendas, algún que otro beneficio monetario o emocional y alimentando sus frustraciones y resabios, pero que al mismo tiempo resulta poco confiable, de gran inestabilidad emocional e irracional por naturaleza. Es decir, gente peligrosa que al tiempo que se alimenta y vive del caos es incapaz de comportarse con responsabilidad e independencia.
Hay que reconocer que hasta el momento el gobierno cubano ha podido controlar a sus turbas, pero hasta cuándo ello será posible resulta difícil de predecir.
Lo que llama la atención es que mientras el espectro amplio del sector más inconforme con la realidad cubana se transforma de acuerdo a las características de la sociedad actual, y se podría hablar de una disidencia tradicional –vertical en buena medida e ilustrada–, un fenómeno post disidente como son los blogueros y una oposición que proviene de las capas más desfavorecidas de la población –de baja escolaridad y bordeando o dentro de la marginalidad social–, la represión continúa anquilosada en sus formas más burdas. En última instancia, el “recurso perfecto” para acallar cualquier voz independiente en Cuba son los actos de repudio.
En ese sentido, se podría afirmar que el Estado cubano se comporta con una tacañería extrema y no admite la menor manifestación de independencia. Donde la función opositora ha evolucionado de un enfrentamiento radical al desacuerdo, la disidencia y la simple búsqueda de una vida propia, el gobierno continúa plantado en no permitir la menor apertura de un espacio político. Bajo una óptica represiva, es lógico que una negativa tan burda a cualquier tipo de reforma necesite de acciones y mecanismos igualmente burdos para sostenerse en el poder. Del agente de seguridad sagaz y de mentalidad fría al matón de esquina, dispuesto siempre a golpear al indefenso, como la forma perfecta de demostrar su poder.
Ante el más leve temor de amenaza, el régimen cierra filas. El terror es el único instrumento en que confía. La turba que ahora golpea y veja se apoya en el policía listo para encarcelar y en el tribunal sin decoro que condena la decencia. Pero al mismo tiempo se asiste a un fenómeno de desgaste, en que la represión más elemental e inmediata va quedando cada vez más en manos de sujetos irresponsables y agresivos por naturaleza. La conducta de estos sujetos es la cara más turbia de un monstruo con varias cabezas, y no debe verse de forma aislada: constituye la esencia del sistema imperante en Cuba.
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